HEMINGWAY EN CAYO HUESO, TOM WOLFE EN MIAMI.

¿Tiburones? ¿Tiburones en la misma orilla de una playa urbana, en el momento de meter el primer pie en el agua? No es común, pero tuvimos suerte y pese a los silbatos de los socorristas, la curiosidad nos llevó a acercarnos y a escapar cuando surfeaban a a tres o cuatro metros, jugando con las olas en busca de alimento. Tiburones nodriza, que al parecer no atacan y en esta época del año emigran, aunque nadie nos explicó a dónde. Aun así, junto a la bandera amarilla de precaución frente al oleaje, la morada de fauna marina peligrosa no dejó un solo día de ondear en las coquetas casetas de salvamento, advirtiendo más que del peligro de los tiburones, del de las medusas. Consecuencia del cambio climático, como ocurre en el Mediterráneo. La playa de Miami es espléndida, de arena blanca y finísima, rodeada de vegetación y palmeras que mantienen a raya el horizonte urbano, preservando su condición salvaje. Tan especial, que le da nombre a la ciudad, Miami Beach, no confundir con el otro Miami, cada una con ayuntamiento propio, una ciudad isla unida al continente por sólo cuatro puentes, por uno de los cuales, cada mañana, viaja Maya en autobús al trabajo.

Molestias que compensan, porque pese al intento de promocionar Downtown o Brickell como el lugar donde vivir, lo que hace a Miami ser Miami es su playa. Y junto a la playa, la vida alrededor, el andar indolente de lugareños y turistas, siempre en pantalón corto, camiseta y chanclas, camino del océano mañana y tarde y cuando no, disimulando que trabajan, “porque acá se viene a trabajar duro”, de charlas y cerveza en las terrazas. Una ciudad para pasear, para moverte a pie o en bicicleta, en las antípodas del otro lado. Claro que en Miami Beach hay zonas degradadas por el turismo, como tantas hay en España, sobre todo en torno a Lincoln Street o Ocean Drive, pero la nueva casa de Maya tiene el privilegio de estar al sur de “la quinta”. En el mejor barrio, poblado en su mayoría por residentes que viven en casas de dos plantas con pequeños jardines de vegetación tropical, construidas en los años treinta y cuarenta. Muchas en estilo art deco, como el “Dexter”, en uno de cuyos cuatro apartamentos nos hospedamos. Un art deco que estuvo a punto de caer bajo la piqueta en los ochenta cuando Miami Beach era territorio sin ley, el escenario de Miami Vice, liderado por gángsters “marielitos” que aquí desembarcaron desde Cuba y Al Pacino encarnó en Scarface. Tan distintos del original Al Capone, que en Miami Beach instaló a la familia, pero las cuentas las arreglaba a tiros en Chicago sin ensuciar su propio nido. Más o menos lo que Hemingway debió querer hacer por esa misma época cuando compró su casa en Cayo Hueso.

Difícil imaginarse un lugar más perdido. El último de una larga hilera de cayos, unidos por una carretera a base de larguísimos puentes tendidos sobre el mar. Doscientos kilómetros atravesando un manglar tras otro, hasta llegar a una pequeña ciudad isleña, bastante más antigua que Miami. Cayo Hueso, Key West, para los americanos, constituye el punto más meridional de la primera potencia del planeta, si exceptuamos a Puerto Rico. En origen fue un puerto, único en ese traicionero océano de arrecifes y bancos sumergidos que es el mar de Florida, sus habitantes dedicados al próspero negocio de saquear barcos naufragados. Españoles, de dónde iban a ser, como el Nuestra Señora de Atocha, el galeón que encontró Fisher, un buscador de tesoros, a treinta millas de Key West, cuyo cargamento de oro y plata se muestra en su museo privado, junto con otra exposición, tan apropiada, dedicada a Piratas del Caribe. Aunque el museo más famoso de Cayo Hueso sigue siendo la casa de Hemingway. Una mansión decimonónica que compró y restauró con el dinero de un tío de su segunda mujer, Pauline Pffeifer, de familia tan rica como la primera, además de ser hasta el romance, íntimas amigas. Le sirvió de domicilio durante una década y aquí crecieron dos de sus hijos y escribió sus principales obras, desde “Adiós a las Armas” a “Por quién doblan las campanas”. En la casa, todo se conserva tal cual, especialmente un estudio que tampoco debió pisar tanto, si entre los treinta y los cuarenta, además de brillar en Nueva York, Londres y París, participó en cacerías en África, en la guerra civil española y hasta en el desembarco de Normandía. Mientras estaba en Cayo Hueso no dejaba pasar un día sin salir a pescar con quien convertiría en protagonista de “El viejo y el mar”, peces que parecían monstruos marinos, barracudas y tiburones que le duplicaban en peso y longitud, como los que hoy salen a pescar tantos turistas. Todo un fenómeno de la naturaleza, Hemingway, exuberante y salvaje como las costas de Florida donde decidió instalarse, prolongación de unos Everglades donde te cansas de tanto ver caimanes e incluso con suerte, como nosotros la tuvimos, escurridizos manatíes. De vuelta a Miami, imposible no preguntarse cómo el premio nobel norteamericano salía y regresaba de su remoto refugio de Key West, en unos tiempos en que la carretera de los cayos no debía ni existir. Todavía hoy, en otro siglo, bajo la amenaza en esta época de huracanes como el Gordon, que mientras amanecíamos en Cayo Hueso, llovía y tronaba sobre Miami.  Nos enteramos al llegar, todo el camino sin apenas tráfico y bajo un sol espléndido, porque los huracanes son muy localizados y la experiencia de vivir uno, aunque se tratase de uno débil, el mar nos la negó, como le negaba su pez, cuando salía a buscarlo, al viejo marino.

De Miami, al menos que yo sepa, Hemingway no escribió una palabra. Quién sí lo hizo fue Tom Wolfe, el inventor del nuevo periodismo, un atildado petimetre desde la perspectiva de quien fue «el hombre» por antonomasia, pero sobre todo un maestro de la ironía a quien le pega mucho más la capacidad de retratar esa mezcla de ciudad pop, snob y desacomplejada, tan encantada de conocerse y saberse bella, meca de nuevos ricos y de todos los exhibicionistas imaginables, pero sobre todo crisol de tantas leches, mezcla de tantas sangres que es Miami. Precisamente el título de la última novela que escribió antes de morir, Back to Blood, publicada en español en el 2012 inexplicablemente como Bloody Miami. No es que sea su mejor libro pero se le agradece el esfuerzo de bucear en todas y cada una de sus etnias y barrios, intentando  buscarle respuesta al  fenómeno que hace única en el mundo a la capital de Florida: ¿Cómo es posible que en menos de cincuenta años, unos emigrantes desembarcados de mala manera, con una mano detrás y otra delante, se hayan apoderado de una ciudad USA, hegemonizando el poder económico y el cultural, además del político, desde el alcalde al fiscal, convirtiendo a los wasp en minoría? Habla de los cubanos, claro, esos isleños prodigiosos capaces de nadar y mantenerse a flote a derecha o a izquierda, siempre a contracorriente del mundo, pero por extensión también de todas las demás comunidades hispanohablantes que han hecho de Miami la capital del mundo latino.

Pero qué cosa es ser latino. Qué es eso de “la Raza”, “la Sangre”, que aglutina en Miami a todo lo español y tan descolocados nos deja a los españoles propiamente dichos. ¿Es un español de hoy un latino? Sobre todo, ¿nos reconocen como tales quienes se agrupan bajo esa denominación? Todo lo que puedo aportar de despedida, es una pequeña anécdota que nos tocó vivir mientras cenábamos en Cayo Hueso, con una guapa camarera de pelo y ojos negros, tan prototípicamente latinos. Pero no hablaba español y nos descolocó todavía más preguntando en inglés:” Are you from Europe? You look different, you look like europeans… -para añadir después, feliz de encontrarse entre semejantes- … Yo también lo soy, de Georgia, Tiblisi”. Europeos… ¿Tiene más en común un español con un georgiano o un lituano, hasta con un alemán o un inglés que con los cubanos, venezolanos o colombianos ? Hay quien juega a que sí y es una lástima que Tom Wolfe se acabe de morir y no pueda ya venir a sacarle punta, escribiendo otro libro, a nuestra hoguera de europeas vanidades.

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