CIUDADES DE PAPEL

By 6 agosto, 2015Sin categoría

Para inaugurar un blog en el que inevitablemente acabaré escribiendo mucho de literatura y de viajes, recupero una reflexión plenamente vigente que me inspiró participar en un ciclo celebrado en el Instituto Muncipal del Libro de Málaga hace nada menos que diez años. Lo coordinaba el novelista y buen viajero José Antonio Garriga Vela y por entonces yo andaba escribiendo Volcanes Dormidos. Un viaje por Centroamérica junto con Rosa Regàs. El libro se basaba en un recorrido por seis pequeños países centromericanos que compartían entre ellos y con nosotros idioma, religión y tradición histórica y cultural, con lo que si queríamos impresionarles teníamos que hacer énfasis sobre todo en las diferencias. Contar lo exótico, lo distinto, hacer creer al lector que el mundo, nuestro empequeñecido planeta, sigue siendo un mundo extraño –como repetía Laura Dern en Blue Velvet- es el principal desafío del escritor de viajes de hoy. Casi siempre un desafío imposible cuando hasta el más remoto paraje o rincón ha sido ya filmado y ofrecido en imágenes hasta la saciedad por internet y televisión. Lo que vuelve aún más valioso el consejo de uno de los grandes escritores ingleses de viajes, Robert Byron, maestro confeso de Bruce Chatwin, que en 1934 escribía en su magnífico Viaje a Oxiana (un periplo en busca de los orígenes de la arquitectura islámica por Persia y Afganistán):

“Uno conoce a esos viajeros modernos obsesionados por su salud física que se someten a un duro entrenamiento, observan las reglas para mantenerse fuertes y cargan con un montón de medicamentos para cuando, a consecuencia del proceso de fortalecimiento, se vengan abajo. Pero no suelen llevar un solo libro. Me gustaría ser lo bastante rico para dotar con un premio al viajero sensible: diez mil libras para el primero que cubra la ruta de Marco Polo y a la vez lea tres libros distintos a la semana; y otros diez mil si además, bebe una botella de vino al día. Un hombre así, si que podría contarnos algo de su viaje…”

Ochenta años después, sus palabras no pueden estar más vigentes y pese a que nadie haya convocado todavía ese premio, yo he tratado siempre de seguirlas, más que por obligación, por puro placer. Y también porque para un escritor, al fin y al cabo criatura sedentaria donde las haya, por mucho que le guste viajar, una ciudad leída siempre estará mucho más viva que las simplemente vividas. Cuando me tocó viajar al Tíbet y a su capital Lhasa, para escribir la serie documental El Laberinto del Tíbet, ya aterricé habiéndome leído todos los libros que cayeron en mis manos, desde viajeros que me habían precedido de todas las nacionalidades como Sven Hedin, Charles Bell, Alexandra David-Néel o Henrich Harrer, hasta novelistas que nunca pusieron un pie en el Techo del Mundo pero se lo inventaron mejor que nadie, como el autor de Horizontes Perdidos, James Hilton, que incluso le regaló un nombre nuevo, que Hollywood acabó convirtiendo en tan popular como el de genuino: Shangri-La.
Todas esas lecturas me sirvieron de molde en el que iba tratando de encajar la realidad que me encontraba, que era, como es fácil de imaginar, muy diferente y bastante desoladora. Mi consuelo consistía en buscar rastros y confirmaciones de lo leído: cuando al entrar en el Potala de Lhasa y visitar las habitaciones particulares del Dalai Lama exiliado comprobé que allí todo seguía igual a como lo había contado Heinrich Harrer en Siete Años en el Tíbet sesenta años atrás, experimenté la satisfacción de una pequeña victoria. Como cuando al admirar un atardecer desde lo alto de un paso de montaña pude corroborar las palabras de Perceval London, el periodista inglés que recorrió el Tíbet en 1904: “Los colores del Tíbet no tienen equivalente en el mundo. Ni en Egipto, ni en África del Sur, ni en Calcuta ni Atenas existe una luz tan bella, tan constante día y noche, como en estas vastas llanuras encajonadas en la espina dorsal del mundo”
En el caso de Centroamérica también viajé bien pertrechado de libros. También allí la realidad era a menudo dura y terrible, desesperanzada, pero yo traté de salvar el prosaísmo de posguerra de la actual Ciudad de Guatemala mirándola a través de los lentes barrocos de El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, alegrar la paranoia de inseguridad ciudadana que se vivía en San Salvador con los versos irónicos de Roque Dalton o imaginar cómo pudo ser la Managua sandinista llevando entre las manos los libros que Julio Cortázar, Shalman Ruhsdie y tantos otros le dedicaron. Pero el libro que más me acompañó fue el hoy casi inencontrable, Incidentes de un viaje en Centroamérica, Chiapas y Yucatán,, escrito por el viajero neoyorquino J. L. Stephens nada menos que en 1840. Sus descripciones son una delicia literaria y tienen la ventaja de que cuanto más remoto es el libro con el que pretendemos comparar la realidad, mayor es el placer de comprobar que algunas de las cosas que cuenta siguen tal cual. (Será por eso que tantos viajeros ingleses del XIX recorrían el mundo con Herodoto como guía). En Ciudad de Panamá, última etapa de nuestro viaje, dos de mis novelistas preferidos me hicieron el honor de acompañarme: Graham Greene, gran amigo del general Torrijos a quien dedicó el libro, Getting to Know the General y Jane Bowles que radicó junto al Canal buena parte de su única novela, Dos Damas muy Serias, escrita en 1943.
Si para un escritor que viaja las ciudades leídas son el molde en el que ir encajando las reales, basta con que nos acordemos de Procusto y su lecho, para deducir lo que es capaz de hacer cuando no acaban de casar las unas con las otras. Cortará pies y manos, omitirá o inventará lo que haga falta porque un escritor no es un periodista y su compromiso no es con la veracidad sino con otro tipo de verdad que sólo levanta el vuelo cuando prescindimos de los detalles. Y si hay que elegir, preferirá siempre la versión literaria porque las ciudades de papel, aparentemente más frágiles, son más duraderas que las de ladrillo y cemento. Basta pensar en el popular juego “piedra, tijera, papel” en el que este último gana siempre a la piedra porque la envuelve y la contiene. Una metáfora exacta de lo que le sucede a las ciudades cuando alcanzan el privilegio de ser narradas, especialmente si es a través del género menos fidedigno de todos, la novela. Una buena novela es capaz de transformar para siempre una ciudad, como hacen Desayuno en Tiffanys con Nueva York, El Sueño de los Héroes con Buenos Aires, La Condición Humana con Shanghái, , Paradiso o Tres Tristes Tigres con La Habana, La Ciudad de los Prodigios con Barcelona, y tantas otras. Tan potente es esa capacidad de transformación que la ciudad que ha tenido la fortuna de verse convertida en literatura alcanza en ciertos casos una inmortalidad que nunca podría proporcionarle la más dura piedra. Ahí tenemos el ejemplo de la Troya de Homero.
Las verdaderas ciudades de papel, las más sublimes, son aquellas que el viajero no encontrará nunca. No por estar ocultas bajo nombres ficticios que apenas disimulan la geografía donde creció o vivió su autor como es el caso de Región, Macondo o la impronunciable comarca de Faulkner, sino por haber nacido directamente en el aire, criaturas puras de la imaginación como Yahoó, Eldorado o la propia Shangri-La. Y qué decir de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, ya no ciudades sino mundo completos inventados por Borges. Pero puestos a homenajear a los creadores de ciudades fantásticas, justo es reconocerle a Italo Calvino el honor de haber creado en un solo libro más que nadie. “En las ciudades invisibles”, escribe en el prólogo de la obra del mismo título, “no se encuentran ciudades reconocibles. Son todas inventadas; he dado a cada una un nombre de mujer…” Como los que la hayan leído recordarán, el libro se construye a través de un diálogo entre Marco Polo y Kublai Khan, en el que el primero le va contando cómo son las distintas ciudades del mundo que este le manda ir a explorar. Nacen así Esmeraldina, Dorotea , Cloe, Eusapia, Pirra y casi un centenar más de ciudades… Cada una de ellas única en su singularidad y a la vez todas inexistentes. Pero al perspicaz emperador de China no se le escapa nada y al final de sus relatos interroga al viajero:

“Hay una ciudad de la que no hablas jamás”
Marco Polo inclinó en silencio la cabeza.
-Venecia- dijo el Khan
Marco sonrió: – ¿ Y de qué crees que te he estado hablando?
El emperador no pestañeó. – Sin embargo nunca te he oído pronunciar su nombre.
A lo que Marco Polo respondió: – Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia.”

Una conversación que me parece clave, iluminadora sobre el sentido profundo de viajar y contar…Venecia y Pekín, la Cambalik mítica en donde se supone que transcurre el diálogo de la novela, son además dos ciudades enormemente opuestas, la una volcada en el mar, enamorada de sí misma y ensimismada en su belleza, ciudad de tierra adentro la segunda, a la vez de todos y de nadie, nacida para ser capital. A ambas he viajado en varias ocasiones y las dos figuran entre mis ciudades queridas, tanto por leídas como por vividas. Pero tan diferentes como son, me resulta difícil elegir entre ellas quizás porque debajo de su exótica piel alientan los dos modelos de ciudad más familiares para mí: la Málaga donde nací o el Madrid donde me crié. Si lo pienso todas las ciudades a las que he viajado o sobre las que he escrito podrían encajar en uno de esos dos moldes.

“No hallarás otra tierra ni otro mar.
La ciudad ha de ir siempre en pos de ti. En las mismas callejas errarás…/
Pues la ciudad te espera siempre. Otra no busques”

Con escalofriante exactitud se anticipó Kavafis a Italo Calvino en un poema titulado precisamente “La Ciudad”. ¿A tal constatación se reduce el viaje? A mi manera también lo dejé escrito al final de Viaje a los dos Tíbet, el libro con el que acompañé mis guiones sobre el Techo del Mundo: “El viaje más largo y lejano termina conduciéndonos a nosotros mismos” –terminaba-. Y si es así, por literario que resulte, si acabamos viajando siempre a la misma ciudad, bienvenidas sean las de papel, que ademas del gasto en aviones y hoteles nos ahorran la decepción de constatar que lo que fue, no es y que todo viaje acaba siendo un círculo.

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