Con el calor, nos vamos, este extraño verano de fronteras cerradas, a un norte que siempre es otro mundo. Otro clima también, sobre todo. Desde un sur de playas tórridas y atiborradas, a falta de extranjeros, de compatriotas que, como avestruces, se entierran en la arena por no ver lo que viene, a un Cantábrico con fama de refugio. Montañas protectoras frente a toda clase de invasores, romanos, musulmanes y virus chinos. El milagro de una cornisa que desde Poo de Llanes, nuestra primera etapa, se percibe tan inexpugnable como para sentirte a salvo, aún sin tener certeza de estar del lado bueno de la muralla. ¿No es desde las cornisas dónde se arrojan al vacío los suicidas? Picos de Europa. Si no existieran estos montes, las nubes y la lluvia no se detendrían y el verde de los prados, las hortensias, las pomeradas y las vacas podrían llegar hasta el mediterráneo. Seríamos como Francia, Alemania, Gran Bretaña, países melancólicos y lluviosos donde el sol del verano es una rareza apreciada y las sequías se desconocen. Norte todo, sin sur.

 

De Asturias a Galicia, Concello de Carnota, paradójico refugiarse de una epidemia en una zona denominada Costa de la Muerte. Aunque es verdad que en el Finisterre de Europa la muerte siempre la trajo la mala mar, no la respiración de nuestros semejantes. Por todas partes, en las pequeñas aldeas y las playas desiertas, te cruzas con enmascarados. Incluso en caminos que nadie recorre. El miedo está presente, más contagioso que cualquier plaga y provoca situaciones extrañas, como cruzarte con bañistas nudistas y con mascarilla. La ley ha establecido su obligatoriedad y la televisión se encarga de difundirlo. Mientras da de comer a sus gallinas, una paisana escéptica que parece sacada de un relato de Castelao protesta: “Antes decían que no servía para nada y ahora nos hacen llevarla a todas horas. Acabaremos teniendo que dormir con ella”

Cenando en una terraza en Lira, la joven camarera nos anuncia que si nos acercamos a la playa esta noche, tendremos la oportunidad de experimentar un fenómeno único: “Habrá mar de ardora”. Algo de lo que nunca hemos oído hablar. “Es debido a una microalga, la Noctiluca, que cuando se concentra en grandes cantidades, emiten luz azul, como si el mar se iluminara”. La mascarilla impide distinguir si nos toma el pelo, pero sus ojos son bonitos y su voz suena sugerente, las dos únicas cualidades apreciables tras el velo de las princesas en Las Mil y Una Noches. Si allí ayudaban a salvar la cabeza, los cuentos no las curan, pero como nos descubrió El Decamerón, entretienen las epidemias y encantados nos lo creemos. En compañía de otras sombras curiosas, pasamos dos noches intentando verla, y sólo en la segunda distinguimos la luz azul, centelleando sobre las olas. Pese a lo fría, no dudamos en entrar al agua, jugando a provocar con manos y pies ráfagas luminosas, gotas de luz que parecían cosa de meigas.  Justo a tiempo, porque al día siguiente llegaron las lluvias y se llevaron las noctilucas a otra parte.

Fue la experiencia del verano, aunque según leímos después, los mares de ardora no son tan raros. Cuando se dan las condiciones, por estas fechas pueden contemplarse en otros océanos, pero sobre todo en el Indico, donde Julio Verne lo describió por primera vez en Veinte mil leguas de viaje submarino. Contemplado desde el Nautilus, con el que el misántropo capitán Nemo, desengañado de la humanidad, recorría el mundo, disfrutando sus maravillas perfectamente aislado y seguro, gracias a no mantener contacto con nadie. ¿Serán así de aquí en adelante las vacaciones, los viajes? Por favor, ese no. Cuéntanos otro cuento, Sherezade.

 

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